[ARTICULO] La procesión viene. Cinceladas, nº 17, Murcia, Abril 1950. Carlos Valcárcel

Exclamación que surge de millares de gargantas cuando esa multitud que serpentea a lo largo de del trayecto elegido para ser testigo de la Pasión muda del Redentor, comienza a apiñarse hasta hacer indecisa su marcha para después retroceder y desbordarse buscando salida por esta o aquella bocacalle.

Cesa el grito más o menos estridente del vendedor ambulante de caramelos que ofrece al publico su dulce mercancía mientras se acerca el ronco clamor de los clarines. Los «Caballos» han doblado la esquina; antes, el charolado brillo de los tricornios de nuestra Guardia Civil; hoy el acerado casco de los artilleros españoles. Se acercan los jinetes y los espectadores que ocupan la primera fila de sillas se resguardan tras ellas. Preocupación nada más.

El estandarte de la Cofradía llevado por un fornido mayordomo, va acercándose poco a poco; alrededor suyo merodea un grupo de pequeños nazarenos que muestran al público la policromía de sus diversas túnicas. Detrás, dos filas de penitentes avanzan con paso lento, mientras un mayordomo regidor recorre veloz las largas filas golpeando el suelo con su vara de plata con tanta soltura como si en él no se clavasen centenares de miradas de la aglomerada expectación.

Un golpe seco, sordo, del cabo de andas, anuncia la proximidad del primer «paso» que avanza traído a hombros de nuestros huertanos que de generación en generación se van transmitiendo este puesto de honor. El andar de los estantes es vacilante y atropellado, como atropelladas surgen nuestras oraciones al contemplar el misterio de infinito amor representado en el «paso» que ha parado frente a nosotros. Ahora podemos observar la típica y tradicional vestimenta de los portadores de éste. Llevan la túnica abierta por el pecho asomando la solapa de la americana, y ablusada por la cintura de forma que no cuelgue más abajo de la rodilla, cubriendo el resto de la pierna con la huertanísima media de «repizcos» en la que la novia, la madre y en la mayor parte de los casos, la bisabuela, han hecho verdaderos alardes de primor. Del capuz, encajado sobre pañuelos de colores, cuelgan amplias cintas blancas o negras.

Un nuevo golpe ahora retumba, y el paso se pone en marcha con ese andar desacompasado que alguien intenta sustituir por ese otro rítmico tan militar como poco nazareno que imprime al trono un balanceo propio de una embarcación mecida por las aguas o de un conjunto verbenero.

Como latidos de un corazón acelerado suena el continuo golpear del estante o muletilla, y si imaginamos que el cielo ha extendido su negro manto salpicado de oro y plata, el caminar del «paso» irá acompañado por el constante tintineo del prisma que pende de la verina alumbradora.

Ya se escucha el lejano eco de músicos que se acercan y que pasan; filas de penitentes, más «pasos»: Jesús en la Calle de la Amargura; los Azotes, la Dolorosa, el Cristo de la Sangre, San Juan, la Cena, la Caída, el Nazareno, la «Cama» y en fin, todo ese tesoro del arte que Murcia guarda y pasea por sus calles para admiración de propios y extraños cuando el orbe católico medita los sublimes misterios de la Pasión de Jesús.

Tal son, año tras año, las procesiones murcianas, esas viejas procesiones murcianas que, cuando apenas sabíamos balbucir una palabra, en brazos de nuestra madre o llevados de su mano, veíamos atónitos pasar ante nosotros, aunque sin comprender entonces su trágico significado.

El eterno rodar del tiempo nos separa cada vez más de aquellos años. Nuevas generaciones ocuparán nuestro puesto, pero año tras año, cuando la naturaleza despierta, y Murcia viste sus mejores galas primaverales, las viejas procesiones murcianas atravesando calles tristes de pena pregonarán una vez más, la grandeza de un pueblo rico en piedad y rico en tradiciones.

Carlos Valcárcel

Cinceladas, nº 17 , Murcia, Abril 1950

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