
Desde la Cofradía de la Misericordia queremos agradeceros vuestra colaboración.
¡MUCHAS GRACIAS!

Bienvenido a la web oficial del Cofradía del Santísimo Cristo de la Misericordia de Murcia
Desde la Cofradía de la Misericordia queremos agradeceros vuestra colaboración.
¡MUCHAS GRACIAS!
De artista ignoto eres bella hechura
mas sabemos Señor que le inspiraste,
pues no basta dominar el arte
para esculpir en Tí tanta hermosura.
Muerto estás, pero expresas tal ternura
a quien con devoción sabe mirarte,
que basta al pecador el contemplarte
para sentirse preso de amargura.
Contraste de pesares y alegría
llena el alma de quien quiere amarte,
pues si se cree causante de tu muerte,
por tu Misericordia, en Tí confía
y como desagravio quiere darte
cuanto no fuere renunciar a verte.
J.T.
Cinceladas, nº 17 , Murcia, Abril 1950
Con profunda devoción, ¡oh! Cristo mío,
en la noche de tu entierro Murcia implora,
al verte por sus calles en tu cruz,
para todos piedad y Misericordia.
En tu rostro agonizante se fija mi mirada,
mientras siento en mi alma dolorida
el dolor que por nosotros Tú pasastes,
para ganarnos la gloria tan querida.
Apiádate de mí, ¡oh! Cristo mio,
y dame fuerzas para llevar la cruz mientras yo viva,
perdóname de todos mis pecados,
y haz que logre ver tu luz Divina.
L. Blaya. Hermano numerario
Cinceladas, nº 17 , Murcia, Abril 1950
Grande fue en mi ánimo la impresión causada en la noche del Viernes Santo. Recordaré a cada instante ese hincar de rodillas de las gentes al «paso a paso» del Santísimo Cristo de la Misericordia. Mis fuerzas se multiplicaban al ver postrarse, henchidos de amor y de fe, cientos de seres, que en esa noche contemplaban, por vez primera la figura sublime, excelsa y grandiosa del Santísimo Cristo de la Misericordia.
La carga que soportaba mi hombro derecho, «paso a paso», veíase reducida a un nada; porque al ver tanto amor para nuestro Cristo de la Misericordia me embargaba una alegría tal que sentíame con ansias de elevar, yo solo, con mi hombro, el trono hacia las alturas, cuajadas esa noche de refulgentes estrellas.
Vi admirado cómo desde los balcones, esos típicos balcones murcianos, surgían brazos y más brazos de mujeres y hombres; cómo tocaban las manos llagadas del Cristo Misericordioso, llevándoselas hacia la frente y haciendo la señal de la Cruz, para terminar besando los dedos que habían rozado, suavemente, las llagas del Señor; de esa Cruz en la que Cristo pendía inerte, muerto, tan sólo por unas horas, porque transcurridas éstas resucitaría de entre los muertos, sublime, grandioso.
Y así toda la carrera; rodillas prosternadas, ojos que miran, piden y lloran, labios que imploran perdón y misericordia, silentemente, honradamente, hacia ese Cristo clavado en la Cruz que en la noche del Viernes Santo salía por vez primera para ser contemplado por Murcia entera. Y no faltó tampoco quien le cantara saetas; voces de adulto y una infantil, que allá, en la explanada del Puente Viejo, elevó hacia el Señor su mirada y su voz.
En la Iglesia de San Esteban lo dejamos. Para el año que viene, si El quiere, lo sacaremos de nuevo. Con seguridad han de acompañarle más Hermanos que este año. Su luz ha dado en los ojos de muchos para que le sigan en otras venideras noches de Viernes Santo.
Cristo de la Misericordia, Reparador condigno de la Humanidad, dame vida y fuerzas para poder llevarte año tras año sobre mi hombro, así como igualmente a los que militan en las filas de la Hermandad de tu Santo Nombre.
F. Soriano. Hermano numerario
Cinceladas, nº 17 , Murcia, Abril 1950
Exclamación que surge de millares de gargantas cuando esa multitud que serpentea a lo largo de del trayecto elegido para ser testigo de la Pasión muda del Redentor, comienza a apiñarse hasta hacer indecisa su marcha para después retroceder y desbordarse buscando salida por esta o aquella bocacalle.
Cesa el grito más o menos estridente del vendedor ambulante de caramelos que ofrece al publico su dulce mercancía mientras se acerca el ronco clamor de los clarines. Los «Caballos» han doblado la esquina; antes, el charolado brillo de los tricornios de nuestra Guardia Civil; hoy el acerado casco de los artilleros españoles. Se acercan los jinetes y los espectadores que ocupan la primera fila de sillas se resguardan tras ellas. Preocupación nada más.
El estandarte de la Cofradía llevado por un fornido mayordomo, va acercándose poco a poco; alrededor suyo merodea un grupo de pequeños nazarenos que muestran al público la policromía de sus diversas túnicas. Detrás, dos filas de penitentes avanzan con paso lento, mientras un mayordomo regidor recorre veloz las largas filas golpeando el suelo con su vara de plata con tanta soltura como si en él no se clavasen centenares de miradas de la aglomerada expectación.
Un golpe seco, sordo, del cabo de andas, anuncia la proximidad del primer «paso» que avanza traído a hombros de nuestros huertanos que de generación en generación se van transmitiendo este puesto de honor. El andar de los estantes es vacilante y atropellado, como atropelladas surgen nuestras oraciones al contemplar el misterio de infinito amor representado en el «paso» que ha parado frente a nosotros. Ahora podemos observar la típica y tradicional vestimenta de los portadores de éste. Llevan la túnica abierta por el pecho asomando la solapa de la americana, y ablusada por la cintura de forma que no cuelgue más abajo de la rodilla, cubriendo el resto de la pierna con la huertanísima media de «repizcos» en la que la novia, la madre y en la mayor parte de los casos, la bisabuela, han hecho verdaderos alardes de primor. Del capuz, encajado sobre pañuelos de colores, cuelgan amplias cintas blancas o negras.
Un nuevo golpe ahora retumba, y el paso se pone en marcha con ese andar desacompasado que alguien intenta sustituir por ese otro rítmico tan militar como poco nazareno que imprime al trono un balanceo propio de una embarcación mecida por las aguas o de un conjunto verbenero.
Como latidos de un corazón acelerado suena el continuo golpear del estante o muletilla, y si imaginamos que el cielo ha extendido su negro manto salpicado de oro y plata, el caminar del «paso» irá acompañado por el constante tintineo del prisma que pende de la verina alumbradora.
Ya se escucha el lejano eco de músicos que se acercan y que pasan; filas de penitentes, más «pasos»: Jesús en la Calle de la Amargura; los Azotes, la Dolorosa, el Cristo de la Sangre, San Juan, la Cena, la Caída, el Nazareno, la «Cama» y en fin, todo ese tesoro del arte que Murcia guarda y pasea por sus calles para admiración de propios y extraños cuando el orbe católico medita los sublimes misterios de la Pasión de Jesús.
Tal son, año tras año, las procesiones murcianas, esas viejas procesiones murcianas que, cuando apenas sabíamos balbucir una palabra, en brazos de nuestra madre o llevados de su mano, veíamos atónitos pasar ante nosotros, aunque sin comprender entonces su trágico significado.
El eterno rodar del tiempo nos separa cada vez más de aquellos años. Nuevas generaciones ocuparán nuestro puesto, pero año tras año, cuando la naturaleza despierta, y Murcia viste sus mejores galas primaverales, las viejas procesiones murcianas atravesando calles tristes de pena pregonarán una vez más, la grandeza de un pueblo rico en piedad y rico en tradiciones.
Carlos Valcárcel
Cinceladas, nº 17 , Murcia, Abril 1950